martes, 21 de abril de 2009

Concurso de relatos: El mendigo


Y, en tercer lugar está: El medigo, de Teresa Buzo Salas.
Enhorabuena.


El mendigo
El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad.
Ludwig van Beethoven



Hace unos años ocurrió un hecho inusual en un coqueto hotelito del norte de la región. Eran las dos de la mañana de una fría madrugada de Febrero. Todos y cada uno de los huéspedes estaban acomodados en sus respectivas habitaciones. Reinaba un sepulcral silencio en toda la planta hotelera, y tanto los elegantes salones como los largos pasillos permanecían iluminados por tenues focos de luz ambarina. A esas horas las estancias cobraban un matiz diferente, y las tonalidades de los muebles, cuadros y alfombras se diluían bajo las espesas sombras del crepúsculo. En ese intervalo de tiempo Juan, el recepcionista del turno de noche se agazapaba tras del mostrador para repasar meticulosamente el estadillo de cuentas.
De repente, en mitad de tal impasible quietud, una fuerte corriente de aire sacudió las contraventanas provocando un estrepitoso ruido. Juan se sobresaltó por aquellos inoportunos golpes, y algo ofuscado levantó la vista al frente. En mitad del vestíbulo y bajo la exquisita lámpara de araña un viejo mendigo de ojos cansados lo miraba sin parpadear. En esos instantes el veterano recepcionista se quedó sin habla, y tras unos segundos de silencio le preguntó con aire decidido en qué podía servirle. El anciano sin llegar a decir una sola palabra arrastró sus ajados zapatones hasta el mostrador. Sus mugrientos andrajos pendían por el suelo, y un raído sombrero de ala ancha ocultaba los rasgos faciales de tan peculiar visitante. El mendigo, con voz firme pero pausada pidió alojarse una noche en el hotel por caridad. Juan bajó la vista al ordenador para comprobar el estado de las habitaciones y se percató de que quedaban algunas libres. Su cabeza daba vueltas ya que no sabía qué hacer, y además comenzó a sentirse mareado por el nauseabundo hedor que desprendía aquel extraño personaje. Finalmente tomó la llave de la habitación cincuenta y cuatro, y con una sonrisa le dijo que era un grato honor tenerlo de invitado aquella noche, pero que hiciera el favor de marcharse sin decir nada a primera hora de la mañana.
Al día siguiente aquel encantador hotel volvía a recobrar su fresca vitalidad. Los grandes ventanales se mantenían abiertos de par en par, y a través de sus nobles rejas se colaban franjas cobrizas de sol. Todo era un bullicio de energía y hasta en el último rincón se podía escuchar el trajín de puertas, carritos repletos de maletas y el simpático canturreo de las camareras de piso.
Juan llegó al hotel diez minutos antes de su hora de entrada al igual que había hecho a lo largo de sus treinta años de oficio. Sin poder controlar un ligero temblor de labios le preguntó a la recepcionista del turno de tarde si había ocurrido algo inusual, pero para su tranquilidad le dijo que no había nada extraordinario que contar.
Una vez que el hotel dormía y la calma se posaba en cada centímetro de sus paredes, el buen hombre salía del mostrador para contemplar por unos instantes el magnífico cielo de Navarra. Bajo la violácea luz de la aurora observó una luna plomiza rodeada por una espesa aureola azul, por lo que vaticinó que aquella iba a ser una noche de abundantes lluvias. Al girar sus talones para regresar a su puesto se encontró de frente al mismo mendigo misterioso, y éste volvió a preguntarle si podía ofrecerle una habitación por caridad. El recepcionista completamente aturdido miró de nuevo el irisado firmamento y tras dudarlo por unos segundos le hizo entrega de la misma llave del día anterior.
Esta misma situación estuvo repitiéndose cada noche a lo largo de dos semanas, hasta que un buen día la gobernanta fue a hablar con el director. El motivo era que no comprendía el desajuste existente entre el parte de habitaciones de limpieza y el de huéspedes alojados.
El longevo director era además el propietario del hotel, y contaba con más de ochenta y cinco años a sus espaldas. Tanto su carácter serio y riguroso como su habilidad en los negocios lo habían convertido en uno de los administradores hoteleros de mayor envergadura a nivel nacional. Tras quedarse viudo optó por vivir en una de las suites, ya que argumentaba que aquellos muros fueron su primera propiedad y por tanto su único hogar. El director comenzó a entrevistar a cada uno de los empleados pero parecía que todo estaba en orden. El revuelo de rumores no se hizo esperar entre los trabajadores. Unos decían que todo se debía a una mala organización de cuadrantes, otros afirmaban que habría sido algún cliente travieso que cambió de habitación por su cuenta. Incluso se llegó a comentar que se trataba del espíritu de la difunta señora del director que vagaba errante por los pasillos en busca de su amado esposo. Entretanto Juan se mantenía callado al tiempo que rezaba para que aquel singular individuo no volviera a aparecer.
Aquella noche y por vez primera en treinta años decidió desatender sus funciones contables para salir a los soportales. El clima era bastante apacible y una capa calada por luceros plateados abrigaba aquella magistral bóveda celeste. Apoyado en el pórtico de la entrada vio a lo lejos una figura nebulosa que se acercaba con paso lento y lánguido. Su corazón comenzó a palpitar tan fuerte que pensó que se le iba a salir del pecho. A varios metros de distancia pudo percatarse de que se trataba del mendigo en cuestión. Una vez tuvo frente a él al harapiento personaje, éste le volvió a hacer la misma pregunta. El desdichado recepcionista sabía que alojarlo otra noche más suponía su inminente despido, pero por otro lado no soportaba verlo durmiendo en la calle. En aquel instante recordó sus comienzos cuando siendo tan sólo un chaval acarreaba maletas y recados de un lado a otro, después pasó a conserje y finalmente acabó de recepcionista nocturno. ¡Aquel hotel era toda su vida y su única familia! De repente se le ocurrió la brillante idea de darle a aquel extraño las llaves de su casa, pero justo en el momento de entregárselas el anciano se quitó el sombrero para mostrarle el rostro sonrosado de su director. El viejo y autoritario jefe le dedicó el más entusiasta de los abrazos, y después le dijo que había querido asegurarse de que el empleado más eficiente de su empresa era digno de su herencia. Ante la enorme sorpresa de Juan añadió que ya no tenía duda de que era merecedor de toda su fortuna.