domingo, 17 de mayo de 2009

1er Concurso de Relatos Hotel Villava: La Señora Chong

A continuación presentamos a la La Señora Chong,
Agradecer a Ibán Manzano Prieto su participación!

Disfruten con la lectura.


Era justo aquella habitación. No demasiado distinta del resto, con apenas un par de diferencias: el desconchado al lado del enchufe del teléfono, la mano de pintura caída tras la mesilla, el armario roído por los bajos. Además del número de la habitación levemente ladeado, como una sugerente invitación a entrar. El 9 dado la vuelta, una inversión peligrosa. Algunas cosas habían cambiado, por supuesto, aunque sólo le llamó la atención una, aquel almizcle de humedad y lavanda (lo primero antes de acomodarse era siempre el pulverizador) había desaparecido. No en vano habían pasado más 12 años desde que ella se marchara, aunque tuvo una certeza, no le debía haber sido fácil al tiempo, ni tampoco a las limpiadoras, arrebatarle aquel aroma a la habitación.

Nadie entendía por los alrededores lo que podía llevar a una mujer como aquella a regresar cada año, pero acabaron por dejar de preguntárselo. La Señora Chong formaba parte ya de la fauna local, una nota de exotismo que por abril llegaba en el tren desde muy lejano para inaugurar la primavera. De ella se contaban muchas cosas, que era de Shangai, que su marido murió en la guerra, que en su país cosía para la aristocracia, que de pena había empezado a recorrer Europa, que con uñas y dientes se había aferrado al negocio marital, que en la posguerra las pasó canutas, pero que las revueltas populares fueron peores, que había empezado un nuevo mercado de la seda por allí, que era como un fantasma y que había encontrado en ese lado del mundo un motivo para seguir trabajando y, al menos, 2 o 3 protectores que la mantenían a gastos completos. Ella nunca dijo nada. Aparecía cada año en el umbral del hotel, acompañada por dos jóvenes aprendices que dormían en la habitación contigua y que no podían rivalizar con su severa belleza, curtida por los años y las penas. Siempre enguantada en algún traje de fantasía, con su moño rígidamente dispuesto, el maquillaje blanco, excesivo para el gusto autóctono, y 24 horas después de que sus maletas, llenas de motivos orientales y forradas con seda, la anunciaran.

Yo fui siempre ajeno a su revolución. Demasiado pequeño como para apreciar su serena perfección, tan sólo sus ojos negros, inclementes, lograban provocarme. Desde los 9 años fui el encargado de subirle temporada tras temporada el equipaje. También de desempaquetarlo. No había nada parecido a aquellas telas por allí, dudo incluso que lo haya hoy. Colocaba con esmero en los armarios las gasas vaporosas, los vestidos sedosos, la lencería de encaje, las batas afraneladas. Era un carrusel de colores, una noria del tacto. Pasar la mano por sus superficies era pura sinestesia, como acariciar sentimientos. Confeccionaba sus trajes a mano, aunque más bien era el corazón lo que se dejaba en cada costura.

A los 13 años, mi opinión sobre ella cambió radicalmente. Mi madre le pidió un favor. Sabía que sus trajes estaban fuera de nuestro alcance, que no merecíamos tanto, pero mi hermana, a punto de entrar a la mayoría de edad, asistiría a la fiesta y no sabía si era posible conseguir uno acorde a nuestras necesidades. La Señora Chong no sólo se negó a confeccionar un vestido de peor calidad, sino que se comprometió a cosernos uno en exclusiva. Es más, nos lo regalaría. Mi madre no dejó de agradecérselo. Cada día, a primera hora de la tarde, me enviaba a preguntarle a la Señora Chong si necesitaba algo, a ofrecerle un par de dulces. Aquellas pausas debían interrumpirla en su trabajo, pero nunca se quejó, incluso me saludaba con esa dura sonrisa suya que hacía largo tiempo ya que había dejado de ser alegre.

Cuando mi hermana cumplió los 18, mi madre preparó varias tartas, algunas para los huéspedes. A la comida de aquel día, cosas rara, sólo asistieron las dos aprendices de la Señora Chong. Mi madre me mandó subir a su habitación para ofrecerle un poco de pastel. Llegué antes de la hora habitual. Esta vez la puerta estaba entreabierta. Nat King Cole escapaba desde el fondo, Y así pasan los días, y yo desesperado... La radio se confundía con un ruido brumoso, esquivo, indescifrable para mí. Llamé. Nadie contestó. Volví a llamar. Nada de nuevo. Empecé a retirarme, pero aquel ruido impreciso me hechizó. Abrí la puerta.

La habitación estaba en penumbras, con las persianas bajadas, apenas un poco de luz escapando por un resquicio. Era un lugar totalmente distinto a lo que yo conocía: el aire espeso, las maletas arrojadas a un rincón, la ropa revuelta por la cama totalmente deshecha y un aroma más contaminado que cargado. Sobre el fondo, completamente desnuda, sentada en una silla, la Señora Chong lloraba, silueteada sobre el fondo. Me volví asustado. Empecé a correr, pero fui demasiado torpe, tropecé con una maleta. Sus ojos se sobresaltaron. Me descubrió al lado de la cama. Apagó el cigarrillo que tenía entre las manos y avanzó hacía mí. Noté que me costaba respirar.

-No te asustes- me dijo con aquella rara cadencia con la que pronunciaba el español.

Se paró tan cerca que su respiración me golpeaba. Desde allí apreciaba sus ojos vidriosos, pero también algo que no esperaba: su piel estaba repleta de cicatrices, surcándola en todas las direcciones.

-Nunca has visto a una mujer desnuda, ¿verdad? –colocó mi mano con suavidad sobre su mejilla. Notó mi sobresalto –Tampoco a una mujer llorando.

Noté que temblaba, pero ella sujetó mi mano con firmeza. Y empezó a pasarla por su cuerpo. No había nada carnal en ello, tan sólo dejó que la reconociera, que la sintiera. Cuando se detuvo, añadió:

-Las mujeres lloramos, ¿lo sabías? Lloramos mucho, a veces demasiado –liberó mi mano- Por eso se cosen vestidos, vestidos tan bonitos para que nadie se fije jamás en lo tristes que estamos.

Aquella última frase se fundió con un nuevo llanto, tan inesperado que me asustó. Nuevamente corrí, sólo que esta vez sí alcancé a salir de la habitación. No volví la vista atrás, lo último que recuerdo fue como se mezclaba el Y así pasan los días… con su quejumbroso sonido.

Nunca más vi a la Señora Chong. A la mañana siguiente recogió y se marchó por sorpresa, siempre flanqueada por sus dos ayudantes. No se la volvió a ver por allí. Se habló mucho sobre su paradero. Hay quién creía haberla visto en algún lugar cercano o quién afirmaba que había regresado a su patria. Por mi parte, da igual todo lo que cuente, hoy, 12 años después, todavía me persigue su franqueza, incluso me cuesta comprender el alcance de su revelación, pese a su inequívoca claridad. Al menos ahora sé que por más que desnude a una mujer jamás podré llegar a conocer la verdadera razón que oculta su tristeza.