jueves, 16 de abril de 2009

Concurso Relatos: Aquel Hotel

Y, en segundo puesto, está "Aquel Hotel" creado por Arantxa Ortiz Lopez
Muchas gracias!

AQUEL HOTEL

Nada más entrar en el medio derruido edificio sentí que el tiempo se había detenido; el agente me ayudó a subir las escaleras, y cuando abrió la puerta de la habitación, creí que iba a desmayarme; todo estaba igual que hace ¿Cuánto? ¿Setenta años?; los mismos muebles, las cortinas… la única huella del paso del tiempo se veía en el papel de la pared, que comenzaba a desprenderse. Setenta años, si, pero recordaba los hechos como si hubiesen sucedido ayer.
No había amanecido mientras esperábamos en la estación que olía a humo y carbón; estaba preocupada por mi madre, tenía mala cara, probablemente debido a las últimas noches en posadas de mala muerte y quizás también arrastraba el cansancio de los últimos meses; el frío y la humedad de la región donde vivíamos, se había instalado en mis pulmones negándose a abandonarlos; por eso estábamos allí. El doctor nos había aconsejado aire de mar y una vecina había sugerido el pequeño pueblo al que nos dirigíamos. Tan sólo unas horas nos separaban del descanso; una vez instaladas en nuestro compartimento, mi mente dejó de preocuparse para centrarse en el cambiante paisaje; atrás íbamos dejando núcleos industrializados y grises para encontrar el verde de la campiña; de vez en cuando echaba una mirada a mi madre, cuyo rostro trataba de disimular la jaqueca que le impedía disfrutar del trayecto. Era media mañana cuando llegamos al pequeño apeadero en el que un coche del hotel nos recogería; tuvimos que esperar más de media hora hasta que finalmente este llegó, conducido por un hombre uniformado a medias, y probablemente también educado así. Sin mediar palabra cargó nuestro equipaje en el auto y emprendimos el camino al hotel, atravesando el páramo y cruzando el pueblo a cuyas afueras nos hospedaríamos; no sé si la denominación de pueblo era la más correcta, ya que la villa en cuestión era bastante grande; desde el coche pude apreciar que tenía dos iglesias, una escuela muchas fuentes y una amplia y cuadrada plaza, de la que salían varias calles, algunas tan estrechas, que un auto no podría atravesarla; los edificios, todos altos de tres o cuatro pisos lucían impecables fachadas y cada calle estaba perfectamente adoquinada. Por doquier se veían puestos que ofrecían todo tipo de géneros, y docenas y docenas de personas llenaban cada rincón; a ambas nos sorprendió ver la cantidad de gente que había, pues teníamos el lugar por tranquilo, y fue el coger quien nos sacó de dudas; la siguiente semana se celebraría una feria de nivel nacional, que atraería gentes de todo el país; a diario habría conferencias, exposiciones, jornadas, bailes y hasta dos circos. Mi madre frunció el ceño ante la perspectiva, pero en cuanto dejamos atrás el núcleo y las empedradas calles dieron paso a los caminos, bordeados de casitas de una planta rodeadas de campos, ambas supimos que respiraríamos calma. El hotel apareció ante nuestros ojos en medio de un inmenso y cuidado jardín; el edificio era de estilo isabelino, tan de moda años atrás, pero éste no había caído en la decadencia de la mayoría, y se mostraba cuidado y esmerado; en el vestíbulo un hombre acudió a recibirnos, y tras inscribirnos en su voluminoso y gastado libro, nos recordó lo afortunadas que éramos al haber reservado con antelación; en pocos días, no se podría encontrar alojamiento en los alrededores debido a la feria. Dicho esto llamó a un muchacho y le instó a que subiese el equipaje hasta la habitación 201. La habitación era muy acogedora, amplia y luminosa; el empapelado de la pared, una alegoría primaveral llena de rosas en tonos amarillos y verdes acentuaba la claridad; entre las dos camas vestidas con colchas color menta había una mesilla; un armario sencillo, una cómoda y dos sillas completaban el mobiliario; despedí al mozo, y ayudé a mi madre a acostarse; había empeorado y una siesta tal vez la animase. Para no molestar, fui al vestíbulo, donde al llegar había visto unos sofás y varias publicaciones recientes; allí, el conserje que nos había atendido se percató de mi presencia y entabló conversación; hablamos del pesado viaje, de las obligadas paradas y del malestar de mi madre. Dicho esto, el hombre cortó abruptamente la conversación y se retiró a su puesto de trabajo, tras el mostrador; poco después, mientras subía a ver a mi madre, pude verlo concentrado leyendo atentamente una noticia en prensa, tanto que no se percató de mi ausencia; mientras me hallaba abajo mi madre había empeorado; su frente estaba perlada de sudor y había vomitado dos veces; desoyendo su súplica, corrí abajo para pedir ayuda al conserje. El hombre seguía leyendo con rostro preocupado, y su mirada no se apartó de mi rostro mientras le pedía que llamase a un médico. Tras una vacilación, lamentó no poder hacerlo; el hotel no tenía teléfono; creí recordar que la señora…, en su recomendación nos había dicho que contaban con el moderno aparato, pero mi mente no se paró a reflexionar; sugerí entonces que el cochero fuese en busca de un doctor; de nuevo esto era imposible, pues el cochero había salido a cumplir varios encargos y tardaría bastante en regresar; desesperada traté de pensar otra alternativa, y esta llegó de boca del conserje. Yo misma podría ir hasta el pueblo en busca de un doctor que él conocía y dicho esto apuntó las señas en un papel.
Una hora después me hallaba en la plaza del pueblo, inusualmente vacía, debido quizás a que era mediodía y el sol estaba alto. Tras leer las confusas instrucciones tomé una calleja que me llevaría a la casa del doctor, pero no tuve que andar mucho para darme cuenta de que no iba bien; la calle era estrecha y oscura, mal adoquinada y carente de alcantarillado; un líquido oscuro y maloliente se acumulaba por tramos, salpicando mi falda. Sin duda la calle llevaba al extrarradio, donde dudaba que viviese el doctor. Di la vuelta y de nuevo en la plaza erré dos veces hasta dar con la calle correcta. Tuve que llamar dos veces antes de que una mujer me abriese la puerta; poco después un hombre con prisa y un maletín salió y dijo no poder ayudarme; tenía otra urgencia y estaba esperando un coche. Después de suplicar optó por escucharme, y quitó hierro al asunto, asegurando que padecía gripe intestinal; de paso añadió que ningún otro doctor podría visitarla, ya que se hallaban fuera, preparando una conferencia para la feria; para calmarme entró a la casa a preparar la receta de un tónico que mejoraría los síntomas, y me lo entregó junto a la dirección de una botica a la que ya había telefoneado; en cuanto llegase, me darían el brebaje; Ya casi había dejado atrás la calle cuando volví la cabeza; curiosamente el hombre había desaparecido aunque su coche no había llegado. Me costó encontrar la botica. Siguiendo las notas erré seis veces antes de llegar a mi destino; por el camino dejé atrás varias farmacias, y pensé que el hombre podía haberme enviado a ellas, mucho más cercanas. Cuando llegué a la mía tras el mostrador había un maleducado chico que me informó de la ausencia del boticario; me costó mucho enviarlo en su busca, y cuando llegó lentamente se puso a preparar el brebaje, ante mi rabia y perplejidad; se suponía que debía tenerlo listo, pues el doctor lo había llamado hacía una hora. La rabia y disgusto aceleraron mi trayecto hacia el hotel, y el paso había afectado a mi aspecto; mi falda estaba muy sucia, los cabellos se me habían soltado y mi rostro estaba rojo y sudado; habían pasado cuatro horas desde que dejase el alojamiento, y al conserje le costó reconocerme a la vuelta, tanto que me preguntó lo que deseaba. Sin ceremonias pedí la llave del cuarto, y el hombre me miró fijamente; educadamente me dijo que antes de pasar a las habitaciones había que registrarse; fui más precisa y le di el número de habitación, a lo que él repitió lo mismo; sorprendida, le dije quien era, y que por fin había regresado. El hombre dijo que me equivocaba; yo nunca había estado allí, y tampoco mi madre; le dije que aunque mi aspecto había variado era la misma con la que había hablado horas antes, pero insistió en no conocerme. Desesperada vi al mozo y lo llamé; tras mirarme negó con la cabeza. Llegué a la comisaría al oscurecer y dos hombres escucharon mi absurda historia; incrédulos me acompañaron de nuevo al hotel, donde el mismo conserje narró su versión. Un agente pidió ver el libro de registros y según éste que yo misma había firmado esa mañana, la 201 estaba ocupada por una familia. Un policía pidió la llave y junto con el conserje subimos hasta la puerta; antes de abrir, el conserje me pidió que describiese el cuarto, lo que hice con detalle: colchas color menta, visillos amarillos, armario sencillo y papel floral. Al abrir tres camas vestidas de azul nos dieron la bienvenida frente a un pesado armario; mientras lloraba impotente, las paredes que mostraban un cielo azul comenzaron a desdibujarse; desperté en el hospital, posiblemente un día después del suceso. Uno de los agentes acudió a verme, y le supliqué que buscase al doctor y al boticario; ellos confirmarían mi historia; mientras esperaba por ellos, traté de convencerme de que no estaba loca; lamentaba no tener familia o amigos cercanos que confirmasen este hecho. A media tarde el agente regresó; tras él entró el doctor, pero lejos de apoyarme, me trató como a una niña; aceptó mi historia, y habló en susurros con el policía.
Pasé once años en un centro “recuperando al memoria”. Nadie vino a buscarme en esos años en los que más que recordar, olvidé quien era. Días atrás un joven policía llamó a mi puerta; las obras en el viejo hotel habían sacado a la luz unos restos humanos en el jardín. Al registrar viejos papeles, hallaron mi denuncia. Ahora en el hotel de nuevo veo la capa de papel desprendida de la pared; bajo el estampado de cielo, unas rosas amarillas asoman, testificando mi presencia más de setenta años atrás. El policía que me acompaña ha investigado y cree saber que ocurrió. En el periodo en que mi madre y yo iniciamos el viaje, se desataron varios focos de peste en diferentes puntos del país, siendo uno de los puntos de peligro la población de…, donde mi madre y yo pasamos dos noches antes de llegar al hotel. Las noticias no corrían entonces como ahora, y no estábamos enteradas de la pequeña epidemia; cuando llegamos a nuestro punto de destino, días después, la prensa ya se había hecho eco de la pandemia, aunque restándole importancia al asunto para evitar la alarma social, pero de todas formas, el conserje que nos atendía, estaba al tanto. Mi conversación con él sobre el malestar de mi madre, y la narración de nuestro previo itinerario de viaje, desató su alarma. La feria no sólo era el acontecimiento del año, sino que engordaría su economía en un mil por mil; si las cosas salían como preveía, tendría el hotel lleno durante todo el evento. Era el peor momento para que se declarase una epidemia en la ciudad. Como último que quería era que las Autoridades Sanitarias le cerrasen el hotel y clausurasen la feria, preparó su plan con frialdad. Mi madre no podía ser visitada por un médico normal, ya que daría la alarma en caso de estar infectada de peste, pero le pidió un favor a su amigo el doctor al que finalmente me envió, a cambio, se supone que de una buena suma de dinero. El hombre aceptó, ya que ni siquiera debía reconocer a mi madre; se limitaría a recetar un inocuo tónico, que nada haría en la enferma, ni para bien ni para mal y a hacerme perder tiempo, el suficiente para que la enfermedad de mi madre evolucionase en un sentido u otro. Certificar después mi locura no fue una mentira evidente, dado mi estado de ansiedad de aquellos días. El boticario, advertido por el doctor, también ayudó a que me retrasase, y así el conserje y el botones tuvieron tiempo de arreglar las cosas. Una vez que mi madre falleció (realmente había contraído la enfermedad, quizás debido a su debilitado estado en los últimos días) se deshicieron del cuerpo, y en un par de horas cambiaron la habitación, moviendo los muebles de un cuarto a otro, y empapelando las paredes de manera superficial. Modificar el libro de registro fue fácil; el hombre contaba con dos libros, uno para sí y otro para utilizar de cara a los pagos de impuestos; simplemente modificó uno de ellos, reflejando la ocupación de otra familia en mi habitación. El joven muchacho recomienda que abandonemos el edificio, y suavemente tira de mi brazo, haciéndome salir de la habitación, una habitación que durante años llegó a invadir mis sueños, haciendo que me preguntase si alguna vez, realmente había estado allí. Finalmente, tengo la respuesta.

Arantxa Ortiz Lopez
Gijon

1er Concurso de Relatos Hotel Villava

Hola a todos!

Muchas gracias por dar vuestros opiniones!
Estos días vamos a ir publicando más relatos,
a ver qué os parecen!
y, por supuesto, os animamos a seguir dando
vuestro opinión.
Muchas gracias!!
Hotel Villava

martes, 14 de abril de 2009

1er Concurso de Relatos Hotel Villava


Nos complace anunciaros que
YA HAY GANADOR DEL CONCURSO DE RELATOS:

El botones de Hemingway.
Miguel Ángel Ortiz Olivera.


Aquí os lo mostramos. Os animamos a hacer comentarios sobre el mismo!!!

El botones de Hemingway

La última tarde que trabajé como botones en el hotel Villava me la pasé leyendo el libro que me regaló Ernest Hemingway. Pero de eso hace ya muchos años. Empecé a trabajar con solo doce años. En vez de pasarme las tardes corriendo por las callejas de Pamplona tras las faldas de las mozas, yo cargaba con las maletas de los turistas que llegaban a la capital de Navarra. Mi padre había muerto en la guerra civil española y yo era el mayor de mis seis hermanos así que, de un día para otro, me convertí en el cabeza de familia. Desde la puerta del hotel Quintana, en la plaza del Castillo, veía a los mozos jugar a los soldados, saltar a la comba, reírse y enamorarse, mientras esperaba la llegada de los clientes en los taxis… ¡Ya me estoy yendo otra vez por los cerros de Úbeda! Si es que a los viejos como yo nos pierden los detalles… El caso es que ese año, el del cincuenta y nueve digo, cuando yo ya tendía veinticinco más o menos, un seis de julio, llegó Ernest Hemingway al hotel la Perla, también en la plaza del Castillo, y yo lo vi. En cuanto se bajó del taxi con sus andares simiescos, con aquella barba blanca y las gafas de montura de acero, una turba de reporteros lo asaltó. Ese es Hemingway, el escritor de las Américas, me dijo el otro botones. Yo había oído hablar de él antes, y todos los pamplonicas sabíamos que era un asiduo a los San Fermines. Era famoso en el mundo de la hostelería ya que había escrito un libro sobre nuestras fiestas y eso había convertido lo que antaño solo eran unos festejos domésticos, para los del pueblo, en algo internacional. Los hoteles estaban siempre llenos por esas fechas. Hacía tiempo que no se le veía, me dijo el botones. Yo no dejaba de mirarlo. Y cuando estaba entrando al hotel la Perla vi que se le caía algo al suelo. Nadie pareció darse cuenta, así que salí corriendo, crucé la plaza asustando a las palomas, y llegué hasta la puerta del hotel la Perla. Me agaché y vi que era un pequeño cuaderno lleno de notas y borrones que no entendí. Dudé entre devolvérselo yo mismo o dejarlo en la recepción pero era una oportunidad única de ver de cerca a aquel hombre, así que entré al hotel y lo vi a punto de subir al ascensor. Como yo iba vestido de uniforme pasé inadvertido y llegué con facilidad hasta él. Me acerqué tembloroso y le alargué el cuadernillo. Esto es suyo, mister, le dije. Él me miró fijamente un segundo y sin coger el cuaderno me dijo, coge mis maletas y sube, y yo lo hice y entré en el ascensor, me puse a su lado, mirando a la puerta, y me quedé callado. Sus maletas casi estaban vacías, recuerdo que no pesaban nada. Mientras el ascensor chirriaba, me sentía como un niño en la escuela, como si aquel hombre conociese los secretos de la vida que yo nunca llegaría ni a intuir. Gracias, me dijo, y metió el cuadernillo en el bolsillo de su gabardina. Sacó un libro de su maleta y me lo dio. Los buenos actos hay que premiarlos, me dijo, este es un buen libro, no lo regales, a no ser que ten otro libro bueno a cambio. Yo cogí el libro aunque no había entendido lo que me había querido decir. ¡Y no sabía leer! Pero no se lo dije, claro. El ascensor se paró bruscamente y Hemingway se alejó en silencio, sin mirar atrás. Ya nunca volví a verlo, vivo quiero decir. A los dos años volví a ver su cara en los periódicos. Se había descerrajado un tiro en la garganta. Como su padre. Por aquel tiempo yo aún estaba aprendiendo a leer. Desde que Hemingway me regalara el libro me había hecho la firme promesa de aprender a leer y escribir. Les pedí a mis compañeros del hotel que me enseñaran y me apliqué con voluntad hasta que sobre los treinta conseguí leerme mi primer libro, no sin dificultad, todo hay que decirlo. Pasaron los años y el hotel Quintana terminó cerrando. Yo seguí leyendo muchos libros, entre ellos los que había escrito Hemingway, por supuesto, y trabajé de botones en otros hoteles de la ciudad. Con el tiempo me fui aficionando a escribir relatos, cosas de viejo, ya sabe, recuerdos de la infancia que apuntaba en un papel para no olvidarme de ellos, cosas de esas que solo le importan a uno mismo, ya sabe, y seguí leyendo libros sin parar. Hasta el día que me jubilé. Yo había llegado a amar mi trabajo casi tanto como a los libros y me dio pena jubilarme. Por aquel entonces, como ya le dije al principio, yo trabaja en un hotel de las afueras de Pamplona, muy cerca de donde me había comprado una casita, y la última tarde decidí leerme por fin el libro que me había regalado, hacía ya tantos años, Ernest Hemingway. Lo había reservado para aquel momento, no sé bien por qué. Fue una sensación extraña, como si en aquellas páginas hubieran quedado impregnados retazos del alma de Hemingway, como si escuchara su voz en cada renglón que leía, como si de nuevo estuviera encerrado con él en aquel ascensor y fuera él mismo el que me contara aquellas historias de soldados, de viejos y de amores. Fue una sensación muy agradable leer aquellos cuentos de Hemingway. Sinceramente, ahora mismo no recuerdo los títulos de los relatos, le estaría mintiendo, pero sé que me gustaron. De hecho debo tener por ahí, entre los cuadernos, algún apunte sobre aquella tarde. No sé, bueno, el caso es que cuando ya acababa mi último turno, no sé a cuento de qué, se me vinieron a la cabeza aquellas palabras de Hemingway, lo de cambiar el libro por otro. Me quedé en la puerta del hotel Villava esperando hasta que llegara un cliente. Tuve suerte. Al rato apareció un hombre que llevaba un libro bajo el brazo. Le cambio su libro por el mío, señor, si a usted no le importa, le dije cuando ya había dejado sus maletas en la habitación. Por aquel entonces yo era un viejo, de pelo entrecano y delgado como una cucaña, así que debí darle algo de pena al hombre y me lo cambió. Antes de irme le expliqué la historia que se escondía detrás del libro y pareció más satisfecho del cambio. Le pedí que después de leerlo lo cambiara por otro y que explicara la historia al siguiente dueño. Me dijo que sí, casi empujándome fuera de la habitación. Y dejé el trabajo. Me jubilé y por fin pude encerrarme en mi casa a seguir leyendo y trabajando en mis apuntes, porque aunque nadie los leyera, a mi me gustaba escribir, luchar conmigo mismo por sacar algo de dentro, algo que no se puede ver a simple vista, como había hecho aquel hombre fornido y de barba blanca hasta suicidarse. En primavera me paseaba por las callejas de Pamplona, disfrutando por fin de los paseos, viendo corretear a otros niños, viendo pasar delante de mis ojos otra época, otra vida. Me pasaba horas leyendo en el café Iruña, chiquiteaba en el Txoco, y veía morir las tardes en los bancos de la plaza del Castillo. A menudo recordaba a Hemingway, e incluso alguna vez juraría haberle visto a él, o quizás a su sombra, entrando al en el café Suizo o en casa Marcelino, o en el hotel Yoldi, bebiendo vino entre todas aquellas cabezas de toros, banderillas y fotos de toreros… ¡Otra vez me pierdo! ¡Condenada vejez! Pues eso, que un día, no hace mucho, me enteré que en el hotel Villava, en el que me jubilé, había una exposición de artistas locales. Cuadros y esculturas. Decidí acercarme y así volver a probar el café de ese hotel, que ya se le digo yo, ya, es uno de los mejores de todo Pamplona, y así saludar a los antiguos compañeros. Me llevé un chasco. Con esto de la crisis habían reducido plantilla y el director y la comercial, los únicos que podrían reconocerme, estaban reunidos. Me tomé el café en silencio, embobado con un cuadro de Irigoien, en el que se veía un árbol que parecía temblar, separado del resto de árboles por un muro de cantos rodados, como viéndolos desde lejos… Bueno, el caso es que cuando me disponía a marcharme, vi una pequeña estantería llena de libros. Pregunté al recepcionista y me explicó que era una idea que habían tenido unos compañeros hace unos años. Al parecer un cliente había bajado una mañana con un libro que quería devolver a un botones que ya no estaba, o algo así, y como nadie lo quería se quedó en recepción. Hasta que un día se lo dejaron a una clienta que no podía dormir y ella les dio el suyo a cambio. Y así nació la idea, dijo el recepcionista al final. Después, algunos clientes les habían regalado más libros. Le pregunté si se acordaba del título de aquel primer libro. Era de Hemingway, creo, me respondió. Me fui del hotel contento aunque con un sabor agridulce. El mensaje de la cadena de libros que había comenzado Hemingway se había perdido y eso me provocaba una gran desazón. Esa noche no dormí nada, me la pesé escribiendo febrilmente un relato muy corto, de solo dos páginas, que hablaba sobre Hemingway. Después me fui a una tienda de libros y compré una colección de relatos de Hemingway. El mismo que él me había regalado, con el que había comenzado todo. Me encaminé hasta el hotel y me acerqué a la estantería. Saqué los dos folios que había escrito y los metí en el interior del libro. Lo coloqué suavemente en la balda y me quedé mucho rato esperando a ver si algún cliente lo cogía. Nadie se acercó a la estantería y decidí marcharme cuando ya anochecía. Caminé a casa, pensando en el libro y en la vida, en que quizás en aquellos mismos instantes en que yo caminaba, alguien, quizás un lector como tú, habría escogido el libro y estaría leyendo mi relato, dando formas a mis palabras en la soledad de su habitación, recordando a Hemingway y al viejo que un día cargó con su maleta.

****

Miguel Ángel Ortiz Olivera.
Barcelona, abril de 2009.