martes, 14 de abril de 2009

1er Concurso de Relatos Hotel Villava


Nos complace anunciaros que
YA HAY GANADOR DEL CONCURSO DE RELATOS:

El botones de Hemingway.
Miguel Ángel Ortiz Olivera.


Aquí os lo mostramos. Os animamos a hacer comentarios sobre el mismo!!!

El botones de Hemingway

La última tarde que trabajé como botones en el hotel Villava me la pasé leyendo el libro que me regaló Ernest Hemingway. Pero de eso hace ya muchos años. Empecé a trabajar con solo doce años. En vez de pasarme las tardes corriendo por las callejas de Pamplona tras las faldas de las mozas, yo cargaba con las maletas de los turistas que llegaban a la capital de Navarra. Mi padre había muerto en la guerra civil española y yo era el mayor de mis seis hermanos así que, de un día para otro, me convertí en el cabeza de familia. Desde la puerta del hotel Quintana, en la plaza del Castillo, veía a los mozos jugar a los soldados, saltar a la comba, reírse y enamorarse, mientras esperaba la llegada de los clientes en los taxis… ¡Ya me estoy yendo otra vez por los cerros de Úbeda! Si es que a los viejos como yo nos pierden los detalles… El caso es que ese año, el del cincuenta y nueve digo, cuando yo ya tendía veinticinco más o menos, un seis de julio, llegó Ernest Hemingway al hotel la Perla, también en la plaza del Castillo, y yo lo vi. En cuanto se bajó del taxi con sus andares simiescos, con aquella barba blanca y las gafas de montura de acero, una turba de reporteros lo asaltó. Ese es Hemingway, el escritor de las Américas, me dijo el otro botones. Yo había oído hablar de él antes, y todos los pamplonicas sabíamos que era un asiduo a los San Fermines. Era famoso en el mundo de la hostelería ya que había escrito un libro sobre nuestras fiestas y eso había convertido lo que antaño solo eran unos festejos domésticos, para los del pueblo, en algo internacional. Los hoteles estaban siempre llenos por esas fechas. Hacía tiempo que no se le veía, me dijo el botones. Yo no dejaba de mirarlo. Y cuando estaba entrando al hotel la Perla vi que se le caía algo al suelo. Nadie pareció darse cuenta, así que salí corriendo, crucé la plaza asustando a las palomas, y llegué hasta la puerta del hotel la Perla. Me agaché y vi que era un pequeño cuaderno lleno de notas y borrones que no entendí. Dudé entre devolvérselo yo mismo o dejarlo en la recepción pero era una oportunidad única de ver de cerca a aquel hombre, así que entré al hotel y lo vi a punto de subir al ascensor. Como yo iba vestido de uniforme pasé inadvertido y llegué con facilidad hasta él. Me acerqué tembloroso y le alargué el cuadernillo. Esto es suyo, mister, le dije. Él me miró fijamente un segundo y sin coger el cuaderno me dijo, coge mis maletas y sube, y yo lo hice y entré en el ascensor, me puse a su lado, mirando a la puerta, y me quedé callado. Sus maletas casi estaban vacías, recuerdo que no pesaban nada. Mientras el ascensor chirriaba, me sentía como un niño en la escuela, como si aquel hombre conociese los secretos de la vida que yo nunca llegaría ni a intuir. Gracias, me dijo, y metió el cuadernillo en el bolsillo de su gabardina. Sacó un libro de su maleta y me lo dio. Los buenos actos hay que premiarlos, me dijo, este es un buen libro, no lo regales, a no ser que ten otro libro bueno a cambio. Yo cogí el libro aunque no había entendido lo que me había querido decir. ¡Y no sabía leer! Pero no se lo dije, claro. El ascensor se paró bruscamente y Hemingway se alejó en silencio, sin mirar atrás. Ya nunca volví a verlo, vivo quiero decir. A los dos años volví a ver su cara en los periódicos. Se había descerrajado un tiro en la garganta. Como su padre. Por aquel tiempo yo aún estaba aprendiendo a leer. Desde que Hemingway me regalara el libro me había hecho la firme promesa de aprender a leer y escribir. Les pedí a mis compañeros del hotel que me enseñaran y me apliqué con voluntad hasta que sobre los treinta conseguí leerme mi primer libro, no sin dificultad, todo hay que decirlo. Pasaron los años y el hotel Quintana terminó cerrando. Yo seguí leyendo muchos libros, entre ellos los que había escrito Hemingway, por supuesto, y trabajé de botones en otros hoteles de la ciudad. Con el tiempo me fui aficionando a escribir relatos, cosas de viejo, ya sabe, recuerdos de la infancia que apuntaba en un papel para no olvidarme de ellos, cosas de esas que solo le importan a uno mismo, ya sabe, y seguí leyendo libros sin parar. Hasta el día que me jubilé. Yo había llegado a amar mi trabajo casi tanto como a los libros y me dio pena jubilarme. Por aquel entonces, como ya le dije al principio, yo trabaja en un hotel de las afueras de Pamplona, muy cerca de donde me había comprado una casita, y la última tarde decidí leerme por fin el libro que me había regalado, hacía ya tantos años, Ernest Hemingway. Lo había reservado para aquel momento, no sé bien por qué. Fue una sensación extraña, como si en aquellas páginas hubieran quedado impregnados retazos del alma de Hemingway, como si escuchara su voz en cada renglón que leía, como si de nuevo estuviera encerrado con él en aquel ascensor y fuera él mismo el que me contara aquellas historias de soldados, de viejos y de amores. Fue una sensación muy agradable leer aquellos cuentos de Hemingway. Sinceramente, ahora mismo no recuerdo los títulos de los relatos, le estaría mintiendo, pero sé que me gustaron. De hecho debo tener por ahí, entre los cuadernos, algún apunte sobre aquella tarde. No sé, bueno, el caso es que cuando ya acababa mi último turno, no sé a cuento de qué, se me vinieron a la cabeza aquellas palabras de Hemingway, lo de cambiar el libro por otro. Me quedé en la puerta del hotel Villava esperando hasta que llegara un cliente. Tuve suerte. Al rato apareció un hombre que llevaba un libro bajo el brazo. Le cambio su libro por el mío, señor, si a usted no le importa, le dije cuando ya había dejado sus maletas en la habitación. Por aquel entonces yo era un viejo, de pelo entrecano y delgado como una cucaña, así que debí darle algo de pena al hombre y me lo cambió. Antes de irme le expliqué la historia que se escondía detrás del libro y pareció más satisfecho del cambio. Le pedí que después de leerlo lo cambiara por otro y que explicara la historia al siguiente dueño. Me dijo que sí, casi empujándome fuera de la habitación. Y dejé el trabajo. Me jubilé y por fin pude encerrarme en mi casa a seguir leyendo y trabajando en mis apuntes, porque aunque nadie los leyera, a mi me gustaba escribir, luchar conmigo mismo por sacar algo de dentro, algo que no se puede ver a simple vista, como había hecho aquel hombre fornido y de barba blanca hasta suicidarse. En primavera me paseaba por las callejas de Pamplona, disfrutando por fin de los paseos, viendo corretear a otros niños, viendo pasar delante de mis ojos otra época, otra vida. Me pasaba horas leyendo en el café Iruña, chiquiteaba en el Txoco, y veía morir las tardes en los bancos de la plaza del Castillo. A menudo recordaba a Hemingway, e incluso alguna vez juraría haberle visto a él, o quizás a su sombra, entrando al en el café Suizo o en casa Marcelino, o en el hotel Yoldi, bebiendo vino entre todas aquellas cabezas de toros, banderillas y fotos de toreros… ¡Otra vez me pierdo! ¡Condenada vejez! Pues eso, que un día, no hace mucho, me enteré que en el hotel Villava, en el que me jubilé, había una exposición de artistas locales. Cuadros y esculturas. Decidí acercarme y así volver a probar el café de ese hotel, que ya se le digo yo, ya, es uno de los mejores de todo Pamplona, y así saludar a los antiguos compañeros. Me llevé un chasco. Con esto de la crisis habían reducido plantilla y el director y la comercial, los únicos que podrían reconocerme, estaban reunidos. Me tomé el café en silencio, embobado con un cuadro de Irigoien, en el que se veía un árbol que parecía temblar, separado del resto de árboles por un muro de cantos rodados, como viéndolos desde lejos… Bueno, el caso es que cuando me disponía a marcharme, vi una pequeña estantería llena de libros. Pregunté al recepcionista y me explicó que era una idea que habían tenido unos compañeros hace unos años. Al parecer un cliente había bajado una mañana con un libro que quería devolver a un botones que ya no estaba, o algo así, y como nadie lo quería se quedó en recepción. Hasta que un día se lo dejaron a una clienta que no podía dormir y ella les dio el suyo a cambio. Y así nació la idea, dijo el recepcionista al final. Después, algunos clientes les habían regalado más libros. Le pregunté si se acordaba del título de aquel primer libro. Era de Hemingway, creo, me respondió. Me fui del hotel contento aunque con un sabor agridulce. El mensaje de la cadena de libros que había comenzado Hemingway se había perdido y eso me provocaba una gran desazón. Esa noche no dormí nada, me la pesé escribiendo febrilmente un relato muy corto, de solo dos páginas, que hablaba sobre Hemingway. Después me fui a una tienda de libros y compré una colección de relatos de Hemingway. El mismo que él me había regalado, con el que había comenzado todo. Me encaminé hasta el hotel y me acerqué a la estantería. Saqué los dos folios que había escrito y los metí en el interior del libro. Lo coloqué suavemente en la balda y me quedé mucho rato esperando a ver si algún cliente lo cogía. Nadie se acercó a la estantería y decidí marcharme cuando ya anochecía. Caminé a casa, pensando en el libro y en la vida, en que quizás en aquellos mismos instantes en que yo caminaba, alguien, quizás un lector como tú, habría escogido el libro y estaría leyendo mi relato, dando formas a mis palabras en la soledad de su habitación, recordando a Hemingway y al viejo que un día cargó con su maleta.

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Miguel Ángel Ortiz Olivera.
Barcelona, abril de 2009.

12 comentarios:

  1. Enhorabuena Miguel Ángel tu relato es sencillamente HERMOSO.

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  2. Enhorabuen Miguel Ángel tu relato es sencillamente HERMOSO.

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  3. Un estilo amateur: Abundancia de frases que sobran("¡Ya me estoy yendo otra vez por los cerros de Úbeda!", "El caso es que ese año", "Pues eso, que un día"), frases típicas ("retazos del alma",""), intentos de empatía con el jurado/hotel ("probar el café de ese hotel, que ya se le digo yo, ya, es uno de los mejores de todo Pamplona"). Lenguaje pobre, excento de metáforas o de algún tipo de figura literaria a tener en cuenta. Para teminar, final sin coherencia de una historia cogida por los pelos.

    Un saludo.

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  4. De verdad es éste el relato ganador?

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  5. ¿Ahora en serio, dónde está el relato ganador?

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  6. ¿Cuándo sacarán el listado de las otras 20 más votadas?

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  7. Me parece un cuento precioso

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  8. Y que os parece el segundo cuento clasificado?

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  9. la envidia es mu mala...el cuento es buenisimo, por algo habra ganado!!! un saludo enhorabuena al ganador

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  10. ¿Y que os parece el tercer clasificado?

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  11. Es Genial!!! Enhorabuena al ganador!!

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  12. No concuerdo con la fecha del relato.
    Hemingway no se alojó en 1959 en el Hotel La Perla porque estaba completo, alojándose en un chalet en el N° 7 de la calle San Fermín, por la zona de la Media Luna
    Asi esta documentado.

    Prof. Lic. Ricardo Koon
    Biógrafo de Ernest Hemingway
    caeventur@gmail.com

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