LA FIESTA EN LA QUE ME ENAMORÉ DE
VERENA.
La luz del primer domingo del mes de
septiembre salía más temprana que ningún otro día y llena de colores
entremezclados de blancos, azules y grises claros que duraban todo el día
pintados en el cielo de la aldea por una mano bondadosa. Estábamos de fiesta en
aquel lugar mágico y lleno de lirismo al que se le conocía como El Regadío.
Aquel sitio se llenaba a diario de las conversaciones nocturnas y muy vegetales
que los gruesos robles de la carretera no dejaban de realizar noche tras noche
y, de aquella hierba peleona y bastante crecida que parecía tratar de surgir
para permanecer siempre atenta a lo que decían las ramas de los árboles más
altos. Aquellos robles enviaban mensajes al suelo en sus hojas cuando éstas se
desprendían de algunas de sus ramas para recoger en su viaje a la tierra algo
de rocío, un poco de cera de alguna rama o del propio tronco y algo de polen
que aún podía quedar en su superficie, al estar al lado de la flor femenina del
pedunculado que, de tanto vigor arbóreo, había llegado a los cuarenta metros de
altura.
En aquel terreno se construía el palco
de la música con tablones de pino del aserradero de don José, mi abuelo.
Aquella vez tocarían Los Satélites orquesta de El Ferrol de catorce músicos,
casi todos con instrumentos de viento, y con su animadora La Ronca de Oro,
de origen cubano, algo entrada en años, pero con una voz aguardentosa muy
propicia para entonar boleros nostálgicos y llenos de emigraciones a lugares
mejores en donde hacer las Américas.
Yo me había lavado la cara con pétalos
de rosas silvestres como hacía todos los domingos por mandato de mi tía abuela
Dolores que quería que conservase siempre la piel sin arrugas. Me lavé los
dientes lentamente con pasta Licor del Polo, que sabía bien, entrando con el
cepillo en casi todas las raíces de los dientes hasta notar las encías. Me
peiné para atrás, estilo nochevieja, con un poco de fijador verde oscuro que
recuerdo se llamaba Curtis y se vendía en el colmado de don Ricardo. Me había
puesto una sariana de manga tres cuartos de color verde claro con botones
blancos y un pantalón a juego con bolsillos en donde había metido las diez
pesetas que me había dado mi tío Luis al pasarme revista antes de salir de casa
y, unas sandalias marrones de goma blanca que resbalaban algo al andar pero que
eran buenas para bailar. No llevaba calcetines ya que nunca se sujetaban y
cuando caían hasta los tobillos había que volverlos a levantar.
Estaba con otras amigas. Llevaba el
pelo más largo que la última vez que la había visto y un vestido que le quedaba
muy bien. Era blanco de manga corta pero hasta el codo. Sobresalía una cinta
bastante ancha y azul que llevaba de cinturón y sus sandalias blancas con
calcetines blancos de hilo calado. Pensé que debería tener cuidado de no
pisarla para que aquellas sandalias siguiesen tan blancas.
- Buenas tardes,- dije a las tres amigas.
- Hola, Andrés,- dijo con cierta alegría en los ojos. Las otras dos amigas se separaron de nosotros y con la mano dijeron adiós.
- Hola, Verena,- dije con todas las emociones juntas.
- Otro año que vienes a la fiesta,- afirmé.
- Claro, es la principal y viene toda la familia,- dijo Verena sonriendo.
- ¿Tomamos un boliche de limón?,- pregunté.
- Espero que a los niños de siete años nos sirvan en el bar,- dijo mi primer amor, mirándome con una sonrisa.
F I N
Jose Luis Carames
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas gracias por participar!