jueves, 23 de junio de 2011

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EN LA PRÓXIMA TORMENTA

Despertó empapado en sudor. Como siempre que la primavera daba paso al verano. No recordaba si esta vez se debía a una pesadilla o al agobiante calor que formaba parte de esas noches de finales de junio. Por la ventana entreabierta no entraba más que la tenue luz de una luna llena más pequeña de lo habitual. Ni un simple soplo de brisa, ni una pizca de viento que presagiara la tormenta que el conserje le anunció, sin temor a equivocarse, que iba a producirse ese viernes.

Se incorporó levemente, encendió la lámpara que tenía junto a la cama y cogió el libro que estaba leyendo hacía no más de media hora. Lo abrió por la página marcada y se adentró en su mundo, ajeno a la realidad, acompañado por los personajes e historias que éste contenía. Sin remisión, se sumió otra vez en un sueño de fantasía.

Le sobresaltó el sonido de un terrible trueno que hizo temblar los cristales abiertos de los ventanales de su habitación. A éste le siguieron otros, junto a multitud de rayos que iluminaban la oscura noche, cubierta ya la luna por negras nubes y percibiéndose en el ambiente un frío temporal que agitaba las altas ramas de los chopos de alrededor. Empezó a llover con fuerza. Se levantó para cerrar la ventana, cuando de repente se apagaron todas las luces. Al instante, otro rayo cayó a pocos metros de la estancia.

El agua arreciaba, acompañada de unas bolas de granizo que aumentaban poco a poco su tamaño, cuando le pareció ver a alguien en la calle. Era una mujer. Intentaba apresurarse para hallar algún refugio. Empapada y sometida a la fuerza del temporal, apenas podía mantenerse en pie. La oscuridad la envolvía. Creyó verla tropezar cuando el relámpago alumbró la escena. Allí estaba ella. Tumbada en el suelo, magullada y perdida. Levantó la cabeza y miró hacia donde se encontraba él. Sus miradas se cruzaron, la de ella como pidiendo ayuda, la suya sintiendo lástima. Sin pensarlo, corrió hacia la calle. Debía auxiliar a aquella persona, quería hacerlo.

Abrió la puerta de la habitación y bajó a la carrera los cuatro pisos, sin esperar al ascensor. Al salir del hotel, la luna se abrió paso entre las nubes y enfocó con un pequeño haz la calle encharcada. No había nadie allí. La lluvia remitía levemente y no le importó inspeccionar las zonas de alrededor en busca de la anónima figura. Decepcionado, regresó por donde había caminado y entró en el bar del hotel. La luz tenue de las velas suplía temporalmente la carencia de electricidad. Pidió un bloody mary. Observó al camarero cómo lo preparaba. Desde que aquel barman le recomendara apaciguar las borracheras con este cóctel, siempre estaba dispuesto a combatir la resaca con dicha bebida. Eso sí, insistía en que prescindiera de la rama de apio y echara sólo dos gotas de tabasco. El camarero agitó los ingredientes y vertió la mezcla sobre el vaso perfectamente cubierto de hielo. Lo situó frente a él y esperó a que diera el primer sorbo. El rojo intenso del zumo de tomate invitaba a no demorarlo más. Le pareció exquisito y así se lo expresó. El hombre se retiró al otro extremo de la barra.

El segundo trago, más prolongado, le dejó el regusto del vodka atravesando por la garganta. Por suerte, estaba acostumbrado y no le afectó que tuviera el estómago vacío desde ya algunas horas. “¿Sabes de dónde procede el nombre de Bloody Mary?”. Se giró para ver a su interlocutor. Era una mujer de aspecto misterioso. La penumbra impedía apreciar su rostro y tan sólo pudo distinguir la figura sinuosa de un cuerpo bien trazado y sugerente. “No tengo ni idea”, acertó a responder.

“De María Tudor, que durante su reinado en Inglaterra mandó a la hoguera a todo el que se cruzara en su camino”, añadió ella.

“Interesante historia”, interrumpió.

“María la sanguinaria. Por eso el color rojo. De todas formas, no es más que una leyenda. Más real me parece la idea de que naciera en el Harrys Bar de París, allá por los años veinte”, dijo la dama, aún oculta por la penumbra.

“¿Y usted con cuál se queda?”, le inquirió.

“Me encanta París”, respondió mientras le arrebataba la copa y bebía de aquel cóctel.

“¿Puedo invitarle a uno?”, señaló con voz segura, mientras se imaginaba una velada romántica en un escenario cargado de nostalgia. “Por favor, camarero, dos bloody mary”.

Pero al girarse para desvelar al fin el secreto de aquel rostro comprobó su ausencia repentina. Cogió el papel abandonado en la barra y leyó:

“Volveré con la próxima tormenta, para que sepas que no estás solo. Podrás verme y podrás ayudarme, como querías hoy. Volveré con la próxima tormenta para que olvides por fin tus lamentaciones. Volveré con la próxima tormenta para que sepas que ese día me tendrás. Y yo a ti. Y te contaré la verdad del bloody mary. Y, juntos, beberemos el cóctel del amor eterno”.

Apuró la copa de un trago, respiró profundo y se dirigió a la habitación 417.

http://www.hotelvillava.com

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