jueves, 1 de abril de 2010

Cafecedario de Baqué: K de Kahveh Kanes

K de Kahveh Kanes

LOS KAHVEH KANES, los primeros cafés conocidos, los precursores de todos los que vinieron después. Se abrieron en Constantinopla, en Bagdad, en Damasco, en El Cairo, en Alepo, allá por las primeras décadas del siglo XVI, novecientos y tantos años de la Hégira musulmana. Comerciantes clarividentes que quisieron aprovecharse del éxito que el café tenía en la sociedad árabe, crearon estos lugares de encuentro y divertimento donde se bebía café.

Una rica decoración con tapices, sedas y cojines cubría las paredes y el suelo. Bailarinas de vientre desnudo danzaban voluptuosamente ante los clientes. Los músicos, en un estrado, tocaban flautas y panderos. Unos jugaban al ajedrez, otros fumabas sus narguiles. El café se servia de continuo en breves tazas de plata.

Café sin nada, o con azúcar, o con cardamomo, o con clavos de olor.

Los primeros kahveh kanes vieron pronto que otros más se abrían en las ciudades. Y pronto en ellos, como en otros más tarde en Europa, se empezó a hablar de política, se criticó, se conspiró. Escuelas de sabiduría los llamaban algunos y no sin falta de razón dada la gente que en ellos se reunía a charlar e intercambiar noticias: jueces, comerciantes, profesores, poetas. No tardaron mucho las autoridades locales en prohibir y cerrar los kahveh kanes. Pero el éxito de estos lugares de libertad y relajo alrededor del café era ya imparable.

El comercio con el mundo árabe, las fiestas de los embajadores otomanos en las capitales europeas y la moda a la turca que no sólo se manifestaba en el vestir, hicieron que el consumo de la bebida se hiciera popular en Europa en el siglo XVII. Y con ello aparecieron los primeros cafés europeos: La maison de Caova en París, Zur Valúen Flasche (la botella azul) en Viena, el Café de Pascua Roseé en Londres. Pero el más grande de todos, el más famoso fue el de Floriano en Venecia.

Floriano Francesconi, inquieto comerciante, abrió en 1720 La Venezia triomfante, bottega da caffé que pronto se hizo famosa entre los parroquianos de la húmeda ciudad que no perdían el tiempo en recitar el nombre entero del establecimiento de moda y simplemente decían andemo da Floriano! Al cabo de los años Venezia triomfante, derrotada, dejó su sitio a Caffé Florián. Paradojas de la vida.


El Florián es el café por excelencia entendiendo por café, claro está, el lúdico lugar donde se charla, se coquetea, se conspira, se escribe o se aburre un ser humano viendo pasar la vida. Siempre con la reconfortante compañía de una maravillosa taza de sugerente café.

Los cafés y la sociedad. Los cafés y la política. Los cafés y las tendencias artísticas. Cafés teatro, cafés concierto, cafés tertulia, cafés conventículo, cafés parlantes, cafés conspiradores, cafés remanso, cafés de negocios, cafés públicos y cafés no tanto, cafés ricos y cafés de ricos, cafés de pobres y tabernas (con cafés de puchero y solisombra, por supuesto), cafés epicúreos y cafés espartanos, cafés, cafés y cafés. Todos ellos repartidos por el mundo, por las ciudades, por los pueblos, de tal manera que es difícil entender las ciudades sin sus cafés, así como es igual de difícil explicar un café sin la ciudad que lo alberga: el Florian y el Cuadri en Venecia, el Greco en Roma, el Café Gijón en Madrid, el Tortoni en Buenos Aires, el Café de laPaix en París...

Toda ciudad tiene su café de referencia por el cual han pasado los personajes que han ido tejiendo la urdimbre de la historia local: ideólogos de tertulia política, artistas de café de recuelo, escritores de pluma, cuartilla y cuartillo de agua, banqueros, bancarios, ejecutivos, carniceros, funcionarios y hasta vecinos de anónima filiación y hábitos conocidos. Todos escribiendo los renglones de la historia de la ciudad: párrafos enteros unos, simples tildes otros.

Lástima que los cafés, tal como fue concebido el Florián, están en vías de desaparición. La mayoría de ellos son hoy historia. Su lugar lo ocuparon hace años las entidades bancarias en una feroz carrera por el metro cuadrado. Hoy en día, gracias a las tecnologías de la comunicación y a un proceso de concentración de entidades que va creando gigantes financieros de nombres impronunciables, los bancos quieren deshacerse de ese patrimonio inmobiliario tan arbitrariamente conseguido. Pero no nos engañemos, el viejo café, la animada tertulia, la partida de cartas o dominó, el ver pasar la vida acodado sobre una mesa de mármol mirando por la amplia ventana, mucho me temo que haya acabado bajo el implacable ritmo que hemos impuesto a nuestra vida.

Los cafés de hoy en día son otra cosa y los hemos hecho ser como somos nosotros mismos: los diez minutos de cafelito, el tentempié rápido al mediodía, el individualismo que marca nuestra sociedad, la incomunicación o, como dijo en su día el bilbainísimo Carlos Bacigalupe, la dictadura de la televisión. Por eso los cafés de hoy en día son más impersonales, más lugares de paso que de parada, más cálidos por su decoración forzada que por el calor de la gente que vivía en ellos.

Ni peores, ni mejores; pero sí distintos.


Hace ya muchas décadas, en un día como otro cualquiera, en un popular café conocido por ser lugar de reunión y tertulia de conocidos republicanos, entró un sacerdote foráneo a resguardarse del feroz aguacero que se había desatado. El cura, ocupado en sacudirse el mojado sobrepelliz, no cayó en la cuenta de que los sorprendidos ojos de todos los presentes se habían posado en él. Todo el mundo empezó a sentirse incómodo ante la presencia del religioso que, esperando que escampara, comenzó a pasearse por delante de la barra dando los buenos días a todos los parroquianos.

La tertulia política derivó hacia temas culturales. Aquellos que discutían a voz en grito sobre la libertad de cultos comenzaron a hablar de forma civilizada del precio del ganado en la última feria. Los de las mesas del fondo que estaban organizando el próximo mitin pasaron a tratar sobre la oportunidad de organizar una novillada. Y así todos y cada uno de los parroquianos tratando de no importunar al inesperado e inusual visitante.

Quien peor lo estaba pasando era el dueño del local que, tras el mostrador, secaba nerviosamente un vaso ya suficientemente seco. Si el pobre hubiera podido pedir un deseo en ese momento, habría deseado medir tres metros de altura y poder así ocultar con su cuerpo un colorido retrato de una dama que, tocada con gorro frigio y con el seno derecho al aire, trataba de ser una alegoría de la República.

El curita en sus paseos a lo largo de la barra, no tardó en darse cuenta de su existencia y cada vez que cruzaba por delante del cuadro fijaba en él una dubitativa mirada.

El dueño empezó a temer lo peor cuando vio que el curita se acercaba hacia donde él estaba con ánimo de decirle algo. Y cuando esperaba una severa admonición del religioso y estaba dispuesto a aguantar el chaparrón allí delante de todos sus clientes, va el cura y le pregunta amablemente:

-Por favor ¿me podría decir quién es esa santa del cuadro que no se me hace familiar?

A lo cual respondió el dueño hecho un manojo de nervios:

-Santa Inés, creo.

Y resopló de alivio al ver que el cura marchaba reconfortado por la escueta explicación dada.

Eso era posible en el café.

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