jueves, 25 de marzo de 2010

Cafecedario de Baqué: D de Drupa

D de Drupa

O SEA “C” DE CEREZA aunque la “C” ya estaba ocupada, y bien ocupada, por el extenso cafetal. Además entre cereza y drupa me gusta más la segunda que la primera. Cereza es demasiado coloquial, vulgar, popular. Eso si, la imagen que la palabra cereza representa no nos engaña en absoluto porque esta es la forma que tiene la drupa de café. Pero la pátina de experto cafetero que nos da la palabreja en cuestión no la conseguimos con el uso de la corriente cereza. O sea, que aunque todo el mundo llame al fruto del café cereza, incluso yo mismo, me vais a permitir que en este capítulo me decante por el término drupa.
Inicialmente, y efímeramente, bella flor de jazmín, pronto deviene una promesa de cereza verde que va creciendo, madurando, para acabar en el rojo brillante que avisa al recolector que s el momento de que alguien la arranque de la rama donde habita.
Mientras tanto, mientras crecía y maduraba, daba albergue en su interior a dos pequeños granos de café que, enfrentados por su cara plana, se vigilaban mutuamente viéndose crecer. Meses de calmada convivencia, ciertamente monótona, pero fraternal. Crece el uno, crece el otro.

Hoy me ha salido un polifenol ¿Y a ti?

¡A mi ayer!

¡Qué bien! ¡Tenemos polifenoles!

Y de lípidos ¿Qué tal vas?

Un tanto escaso ¿Y tu?

Yo bien, gracias. La siguiente semana los notarás, no te preocupes ¡Verás que cosquilleo te viene!



Y así, entre charla y charla, van convirtiéndose en granos de provecho, juntos, gemelos...y cierto día son súbitamente separados para siempre.
A veces, sólo algunas veces y en aquellas drupas que escogen las partes más altas y más lejanas de las raíces para crecer, una de las dos semillas decide no nacer. Quizás sea pereza, vagancia ¡Yo qué sé! Lo cierto es que la otra semilla toma pronto el lugar de su no nacida hermana y se regocija en su desarrollo creando un redondo y bonito grano de café: el caracolillo.
Un día mientras paseaba con el almacén haciendo cálculos de lo que había y de lo iba a haber, escuché una linda historia a un viejo saco de yute de Macondo que rumiaba sus muchos años de soledad en una esquina. Se la contaba a un elegante saco de Guatemala que proclamaba con coloridas letras y dibujos su pertenencia a una finca de la región de antigua, la cual procedencia aireaba con la arrogancia de un aristócrata de rancio apellido e histórico origen. Sin meter mucho ruido, en silencio, me coloqué tras un montón de sacos de café de Brasil que acababa de ser desembarcado del camión de que los trajo desde el puerto. El viejo saco le contaba al recién llegado que cierta vez presenció una bella historia entre dos granos que, casualmente en ese mismo almacén acabaron por encontrarse frente a frente antes de ser tostados. En un primer momento ninguno de ellos cayó en la cuenta, pero al cabo de un rato comenzaron a reconocerse. Aun después de haber sido desprovistos del pergamino que les protegía, de haber sido eliminada la piel plateada que los cubría, así desnudos y con ese color verde azuladao que tiene la Arábica verde fresco cuando ha sido correctamente fermentado y lavado, aún así, le decía el viejo saco a su compañero, se reconocieron como aquellos dos granos que crecieron juntos dentro de la drupa que les albergó maternalmente. El abrazo entre ambos fue tan grande y tan intenso que acabaron formando un solo grano, un caracolillo de tamaño inusual que colmaría de maravillosos aromas alguna taza de caliente café de algún concurrido bar.
Aquellos días terminó el viejo saco, alguno en la ciudad recibió una inesperada dosis de amor.
En honor a la verdad tengo que decir que a mí todo esto me sorprendió tanto como a vosotros. Yo tampoco pensaba que los sacos pudieran hablar.

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